Para dominar a los pueblos prehispánicos hace unos 500 años, los exploradores españoles contaban con un arma traída desde Europa que aterraba tanto como las espadas, las ballestas, los cañones y los caballos: los perros.
Varios expedicionarios de la Corona española llevaron consigo ejemplares de razas imponentes, como el alano español o el bullenbeisser alemán, no solo para usarlos en el resguardo y vigilancia de las misiones o asentamientos, sino en la ofensiva contra las poblaciones indígenas.
En el caso de la avanzada frente al Imperio inca, los perros fueron parte de la estrategia para aterrorizar a los locales, que si bien conocían razas más pequeñas y amigables de ese animal, quedaron asombrados al ver jaurías con un instinto tan agresivo. “El perro se convierte en arma. Había toda una logística sobre el tamaño del perro, su entrenamiento y el soldado aperreador, que era el encargado”, le explica a BBC Mundo el escritor y coronel del ejército peruano Carlos Enrique Freyre.
Su última novela, “Tierra de canes”, sigue a uno de esos “aperreadores” encargados de entrenar y resguardar a las jaurías del contingente español en su campaña de la toma española en Perú. La obra se presenta en el Hay Festival Arequipa 2025, que se celebra en la localidad peruana entre el 6 y el 9 de noviembre.
Sobre la presencia de perros entre las filas españolas existe poca literatura y solo algunas representaciones en el arte de la época.
Freyre cuenta que llegó al tema al viajar a localidad peruana de Tumbes, capital de la región de mismo nombre, situada en el noroeste del país, donde revisó los escritos de algunos cronistas de la época como Juan de Betanzos o Bartolomé de las Casas, ambos españoles que se adentraron en las culturas indígenas e incluso describieron los abusos de la conquista.
“Ellos hablan de estos perros y los nombran, con sus características en muchos casos”, explica el escritor. “Los perros habían llegado a Tumbes y habían acabado con la población que existía”.
En su novela de ficción basada en hechos históricos, Tomás de Xerez se vuelve el aperreador de un imponente perro llamado Baldomero. Pero ya desde las primeras exploraciones de América, el líder militar Vasco Núñez de Balboa contaba con perros, incluido un alano español bautizado Leoncico.
Este fue parte de la camada de otro imponente can, Becerrillo, que tenía el jefe militar Juan Ponce de León desde su avanzada por la isla La Española y lo que hoy es Puerto Rico. “La relación de Vasco Núñez de Balboa con su perro, Becerrillo, era un muy profunda”, señala Freyre.
“Hay una escena -que sucedió en la vida real- en la que va a ver el océano Pacífico por primera vez. Se reserva el derecho de ver por primera vez ese mar y de hacerlo con su perro. Todos sus oficiales y tropas se quedan atrás”, explica el escritor sobre lo descubierto al documentarse para su novela. “Eso me hizo ver el fuerte vínculo que había entre ellos dos”, perro y aperreador, concluye.
Los perros eran valorados desde aquellas primeras épocas de exploración y dominio de territorios indígenas americanos en la primera mitad del siglo XVI.
En la exploración de la región de la Amazonía, los españoles llevaron hasta unos 2000 perros. Francisco Pizarro fue uno de los que lideró la incursión que terminó por avasallar al imperio inca. Y uno de los primeros puntos por los que pasó fue Tumbes. “No tenían tantos caballos como se cree. Y las armas de fuego eran mucho más limitadas que las que conocemos hoy”, explica Freyre y añade: “Donde no podía entrar el arma, la espada, o el caballo, entraba el perro”.
Los aperreadores los lanzaban contra las poblaciones indígenas que no conocían razas de perros tan grandes y entrenados para la ofensiva como aquellos traídos de Europa.
“Estos perros de los españoles eran gigantescos. El animal que come carne se vuelve más grande y estas razas también habían sido trabajadas con anticipación. Entonces ellos [los indígenas] lo que veían era un león, no un perro”, explica. “Su función era ser perros de guerra”, dice.
El uso de jaurías no fue exclusivo del avasallamiento del Imperio inca, sino una práctica común en muchas regiones del Caribe, Centroamérica y en los territorios de Mesoamérica, incluido el pueblo mexicano. Los perros fueron empleados para amedrentar la resistencia indígena e infligir castigos.
“A mediados del siglo XVI, Coatle de Amitatán fue sentenciado a morir aperreado y quemado por practicar sahumerios e idolatrías, por ser invocador de demonios, por no guardar ni querer guardar las cosas de la fe ni respetar la doctrina cristiana, por descuidar la limpieza de la Iglesia y por ordenar a los indios de su pueblo que no asistiesen a la doctrina”, se lee en “El magnífico señor Alonso López, Alcalde de Santa Maria de la Victoria y aperreador de indios”, un libro editado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
El historiador Miguel León Portilla incluso rescata relatos de los pueblos originarios de lo que hoy es México en “El destino de la palabra”.
“Y sus perros son muy, muy grandes: tienen las orejas dobladas varias veces, grandes mandíbulas que les tiemblan; tienen ojos inflamados, ojos como de brasas; tienen ojos amarillos, ojos de fuego amarillo; tienen vientres delgados; vientres acanalados, vientres descarnados; son muy grandes, no son tranquilos; trotan jadeando, con la lengua colgando; tienen manchas como de jaguar, tienen manchas de colores variados”, reza un relato en la lengua náhuatl.
Freyre buscó centrar “Tierra de canes” en Perú, para “evitar que la historia se desbordara”, explica. Creyó que los crudos relatos antiguos tenían que ser atemperados. “El uso de la violencia en el texto es descriptiva, pero no como para que la gente cierre el libro y diga: ‘Qué feo es esto’. Tenía que tener un poco de equilibrio”, señala el autor.
Luego de dominar territorios y poblaciones, los perros perdían su utilidad principal y con el tiempo se volvieron un dolor de cabeza para los españoles. Ya que necesitaban mano de obra, incluida la esclavizada, diezmar más a las poblaciones indígenas no era una opción y la presencia y agresividad de los perros comenzó a ser un inconveniente.
Freyre explica que desde la Corona en España fueron enviadas cartas para pedirles a los distintos mandos en América que se deshicieran de los perros para evitar más problemas, incluso contra los mismos españoles.
“Habían visto que dejarlos sueltos los llevaba a formar jaurías que terminaban combatiendo tanto a españoles como indígenas. Y por eso surgen las ordenanzas de la reina sobre el perjuicio de los perros”, asegura el escritor.
Sin embargo, con los años y las batallas juntos, los aperreadores habían creado un vínculo especial con sus perros, y viceversa, algo que también refleja la trama de “Tierra de canes”. “Es una vinculación muy cercana del perro al del soldado que lo llevaba”, dice Freyre.
Como consecuencia, para algunos aperreadores era inconcebible deshacerse de sus favoritos pese a las ordenanzas reales. Con la consolidación del dominio español en las tierras indígenas, los perros fueron perdiendo aquel carácter de arma de guerra y el recuerdo de que fueron una de las claves para el sometimiento de los pueblos indígenas se fue difuminando.
Poco a poco su función fue cerrándose en el resguardo y el acompañamiento. Solo algunos como Becerrillo o Leoncico perduraron en la memoria.
Por Darío Brooks