Las condiciones políticas y económicas parecen están dadas para un relanzamiento de la economía argentina, que podría lograr en 2026 algo que no se consigue en el país desde 2011 (salvo en la artificial recuperación post pandemia): crecer dos años seguidos. Este aparente hito es lo normal en cualquier economía del mundo. Pero la Argentina se encuentra estancada hace 15 años, producto de no poder desarmar el nudo que armaron Cristina y Néstor Kirchner, durante cuyos mandatos el gasto público consolidado se expandió en 17 puntos del PBI, se impusieron controles de capitales y se consumieron las reservas internacionales y muchos más activos tangibles e intangibles.
Luego del triunfo del Gobierno en las elecciones de octubre, el riesgo país y las tasas de interés domesticas se desplomaron, al tiempo que la presión cambiaria amainó. Una vez superada la incertidumbre electoral, decisiones de inversión y de financiamiento que estaban demoradas comenzaron a destrabarse. En pocos días ya presenciamos emisiones de deuda corporativa por casi US$2000 millones, y están a punto de colocar deuda varias empresas más, además de algunas provincias. En total, pueden sumar más de US$3000 millones adicionales en pocas semanas. La caída de tasas domesticas impulsará el crédito, permitiendo que el consumo vuelva a expandirse. La depreciación del tipo de cambio que se vio desde el lanzamiento del nuevo programa con el FMI en abril permitió un pequeño repunte de la construcción, que creció hasta en meses muy duros para el resto de la economía, como fueron septiembre y octubre. El agro tiene una realidad disímil, ya que hay muchas zonas inundadas, pero la cosecha de trigo, que ya comenzó, será un 18% más elevada que la del año pasado, según estimaciones de la Bolsa de Cereales, y la cosecha total de 2025/26 es probable que se expanda al menos el 8% con respecto a la de 2024/25. La producción de petróleo y gas de Vaca Muerta continúa aumentando y puede pegar un fuerte salto en 2026.
Es decir, tanto si lo miramos desde el punto de vista sectorial como desde el punto de vista de la demanda (consumo, exportaciones e inversión), todo parece indicar que la economía se expandiría nuevamente en lo que queda de 2025 y en 2026.
La realización de este escenario soñado no está, sin embargo, garantizada. Hay al menos tres pasos necesarios para consolidar un círculo virtuoso. En todos ellos habrá, además, un trecho entre las expectativas del mercado, de la población, y quizás hasta del gobierno de los Estados Unidos y el FMI y lo que el Gobierno parece dispuesto a ejecutar, envalentonado por el resultado electoral.
En primer lugar, el Gobierno debe cumplir con la aprobación del Presupuesto y dar continuidad al proceso de reformas estructurales. Los objetivos elegidos son la reforma laboral y la impositiva. En términos más generales, debe mostrar que cumple con el pedido explícito del gobierno de los Estados Unidos de ampliar la base de gobierno. La medición de este objetivo debe estar sin embargo en los resultados obtenidos y no en el proceso. Es decir, las expectativas de una clásica ampliación de la coalición de gobierno quizás tengan que dejarse de lado, ya que el Gobierno parece haber decidido cooptar al PRO en lugar de hacer una alianza con él. En un gobierno con tanto gusto al menemismo de los 90, este movimiento que hace el presidente Javier Milei con el ingeniero Macri recuerda al que hizo el presidente Menem con la UCeDe de otro ingeniero, Álvaro Alsogaray.
Pero, de cualquier manera, la obtención de resultados no va a ser fácil. Las elecciones le dieron un fuerte impulso al Gobierno, tanto en el número de bancas obtenidas como en la transmisión al mundo político de una importante señal de fortaleza, clave para negociar con los gobernadores en un sistema político tan fragmentado y dependiente del dinero de la administración nacional. Pero los temas que se dirimen son muy sensibles. Un profesor de historia económica una vez me dijo que la historia de la Argentina es la historia de las relaciones fiscales federales. El punto, exagerado, es válido para las discusiones que se avecinan.
Como parte del ajuste fiscal que ejecutó el Gobierno, las transferencias corrientes y de capital a las provincias cayeron de 1,3% del PBI en 2023 a 0,3% del PBI en 2024, y subieron al 0,4% en 2025. Es natural que los gobernadores, cuyos votos son necesarios para apoyar la aprobación del Presupuesto, requieran mayores transferencias, además del pago de parte de lo que consideran adeudado de ejercicios anteriores. El Gobierno nacional tiene un margen de maniobra con las provincias más grandes, que están a punto de salir al mercado a colocar deuda o están buscando préstamos de organismos internacionales, ya que para ambos objetivos requieren de la autorización de la Secretaria de Finanzas. Sin embargo, en términos generales, está claro que la búsqueda de votos en el Congreso para aprobar el Presupuesto choca con el principal objetivo del oficialismo: mantener el superávit primario.
La reforma impositiva también tiene implicancias en las relaciones fiscales federales. Podemos pensar en tres aspectos distintos, aunque relacionados, de una reforma tributaria: la simplificación de impuestos, la eliminación de impuestos, y la reducción de la carga tributaria. Todos tienen sus complejidades, y me voy a referir solo a algunas de ellas. En primer lugar, el Gobierno quiere crear un “Super-IVA” nacional, que incluya lo que hoy es el IVA e Ingresos Brutos provinciales. Este sería un gran paso, no solo por la simplificación que implicaría, sino por la eliminación de Ingresos Brutos, uno de los impuestos más distorsivos que existen. Ello obedece a que es un impuesto “en cascada”, es decir se acumula en cada etapa del proceso de producción y comercialización, un verdadero infierno fiscal. El problema es que su eliminación generaría problemas en algunas provincias que verían mermados sus ingresos fiscales, con lo que requiere de algún mecanismo de compensación, al menos por unos años. En segundo lugar, el Gobierno debería eliminar dos impuestos nacionales muy distorsivos: las retenciones a las exportaciones y el impuesto al cheque, que en su conjunto recaudan un 2,6% del PBI. El problema es que el primero no se coparticipa con las provincias y solo se coparticipa el 30% del segundo, por lo que su eliminación impactaría casi de lleno en el resultado fiscal nacional, que, ya se vio, extendió los recortes de gasto hasta límites difíciles de pasar (más allá de que queda algo de recorte de subsidios y de otras partidas). Es decir, las provincias deberían ceder recursos, al menos de los nuevos que genere el crecimiento económico, para poder eliminar estos tributos y mantener el superávit primario nacional. Pero, ¿apoyarán una medida así los gobernadores? La discusión promete ser difícil, aunque no imposible.
En segundo lugar, el Gobierno y el Banco Central (BCRA) deberían comenzar a sumar reservas y, en forma relacionada, a introducir cambios en el esquema monetario y cambiario. Aunque la expectativa es que se anuncie un plan de compra de reservas, como hace típicamente el Banco Central de Chile, no hay que descartar que en lugar procedan con compras discrecionales, dadas las características del equipo económico, amante de la discrecionalidad. Por lo menos el equipo económico y el Presidente ya dieron señales claras de que están dispuestos a comprar reservas, cuyos pesos emitidos como contrapartida alimentarán la monetización de la economía que se viene pasado el susto eleccionario. En las mismas presentaciones, insistieron que el esquema actual de bandas cambiarias, con un manejo de agregados monetarios entre las bandas, continuará en el futuro. Es obvio que no pueden decir otra cosa; estos cambios no se anuncian por anticipado. Pero para la mayoría de los analistas y de la gente del mercado, el esquema necesita un service. Si el Gobierno no quiere ir a un esquema de flotación libre del peso, al menos debería recalibrar las bandas cambiarias, con un salto en su centro, con una convergencia hacia arriba y no hacia abajo de la banda inferior, y con un deslizamiento mensual más cercano al índice de inflación, que se mueve cerca del 2% hace varios meses, en lugar del 1%.
La implementación de la política monetaria también está sujeta a mejoras, para evitar la volatilidad de tasas como la que experimentamos los últimos meses. En el mismo sentido, es necesario separar la política monetaria de la política fiscal, ya que hoy la liquidez del mercado la determina el Secretario de Finanzas en las licitaciones quincenales de deuda, y no el BCRA.
En tercer lugar, el Tesoro de Estados Unidos debería revelar su paquete para apoyar a la Argentina en los pagos de su deuda pública en dólares. Sería un mazazo que permitiría despejar la incertidumbre y así llevar el riesgo país a niveles muy bajos. Este paso quedó empantanado en cuestiones legales y de mercado. Puede, de todas maneras, no ser necesario si los dos primeros pasos son suficientes para que el riesgo país siga descendiendo y así la Argentina pueda colocar deuda en el mercado sin ayuda del Tesoro.
Si las cosas van según lo planeado (TMAP, en la jerga del Gobierno), se podrían levantar los controles de capitales, comprar reservas y el peso no debería debilitarse demasiado, mismo si se relajan las bandas cambiarias. Es decir, el país podría retomar la senda del crecimiento sin experimentar un aumento de la inflación. Un círculo virtuoso como no disfrutamos desde los años 90.