LONDRES.- Desde hace más de un siglo, Estados Unidos ha reaccionado con firmeza frente al surgimiento de amenazas extrahemisféricas dentro de América Latina, pero en ningún caso esa atención momentánea derivó en un compromiso duradero ni en una reorientación permanente de sus capacidades hacia una región que no presenta ningún rival estratégico para Washington.
Aunque la Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos presente a América Latina como prioridad máxima, la experiencia histórica invita al escepticismo: es más probable que el llamado Corolario Trump a la Doctrina Monroe sea una hipérbole dirigida a audiencias domésticas e internacionales, y no una estrategia norteamericana de largo plazo.
Los recientes ataques a narcolanchas y la incautación de un buque petrolero frente a la costa venezolana, así como la activa campaña de Trump para negar acceso estratégico a China en varios países de la región, representan un giro radical y espectacular en la conducta hemisférica de Washington. Sin embargo, estas demostraciones de fuerza recuerdan reacciones pasadas ante intromisiones extrahemisféricas y no indican un cambio de gran estrategia; por el contrario, refuerzan que los verdaderos rivales de Estados Unidos están en otras regiones.
La ausencia de intromisiones extracontinentales en las últimas cuatro décadas no debe hacernos olvidar la larga historia del intervencionismo estadounidense frente a los avances de rivales como Alemania y la Unión Soviética –equivalentes a China hoy– durante el siglo XX, marcado por su hegemonía hemisférica.
Un mes después del inicio de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos ocupó el puerto de Veracruz para impedir la llegada de armas alemanas a México, convirtiendo a América Latina en una prioridad estratégica. La crisis se profundizó en 1917, cuando Alemania ofreció una alianza a México, pero resuelta, la región volvió a ser relegada. El patrón se repitió en la Segunda Guerra Mundial: Washington promovió la defensa colectiva para contener al Eje, pero terminado el conflicto, la atención hacia la región volvió a desvanecerse.
Durante la Guerra Fría, la región fue objeto de priorizaciones similarmente pasajeras: los casos de Guatemala, Cuba, Chile y Nicaragua reflejan un intervencionismo estadounidense espasmódico, reactivo y focalizado, que sólo volvió relevante a América Latina cuando la Unión Soviética intentó incidir en el “patio trasero” de Estados Unidos, para relegarla una vez contenidas esas amenazas.
Largas décadas de una unipolaridad sin rivales significaron una pausa en esa historia, pero el crecimiento de China en la región y los vínculos del régimen de Nicolás Maduro con Irán y Rusia han provocado el tipo de atención que ese patrón anticiparía. Otro síntoma de que nos adentramos en una Segunda Guerra Fría.
Los corolarios relevantes de la Doctrina Monroe son aquellos que fundamentaron el derecho de intervención de Estados Unidos en el hemisferio, en línea con la expansión de su poder. La formulación original de 1823 fue defensiva y contraria al intervencionismo europeo, y fue bien recibida en América Latina. En cambio, los corolarios Polk (1845) y Grant (1871) ampliaron el intervencionismo a América del Norte y el Caribe, tendencia que se consolidó con el Corolario Roosevelt (1904), que legitimó la intervención ante crisis hemisféricas. Esta política solo fue viable tras la victoria sobre España en 1898 y la independencia de Cuba, que consagró ese derecho mediante la Enmienda Platt, afianzando la hegemonía estadounidense.
Desde entonces, no ha habido en rigor nuevos corolarios. Aplicaciones más laxas de la Doctrina Monroe –como la política del Buen Vecino de Franklin D. Roosevelt (1933)– se alternaron con episodios de mayor intervencionismo, pero no han introducido una nueva interpretación del principio. Hablar de un “Corolario Trump” no tiene más sentido que hacerlo de un “Corolario Nixon” o “Reagan”, y constituye otra hipérbole innecesaria dentro de una Estrategia de Seguridad Nacional declarativa, performativa y poco convencional.
El énfasis en un supuesto Corolario Trump y la priorización de la región deben entenderse entonces como una señal de retracción estratégica dirigida a varias audiencias. Como es costumbre con Trump, la principal audiencia es doméstica. El tono informal y propio de campaña, así como el foco en el empleo, la migración y la guerra cultural, indican que la supuesta priorización de América Latina responde más a intereses electorales –mensajes dirigidos al votante de Marco Rubio en Florida– que a prioridades del Pentágono o del Departamento de Estado.
La segunda audiencia son los gobiernos de la región –y otros grupos de interés y actores de poder, como los militares venezolanos– en la medida en que la promesa de palos y zanahorias pueda generar cambios de bando.
La tercera audiencia son los aliados extra-hemisféricos en los que Washington desea delegar la seguridad de sus respectivas regiones y que se verán más acorralados con un foco más exclusivo en el hemisferio.
Finalmente, la cuarta audiencia son los adversarios como China y Rusia, que más allá de ser disuadidos en el hemisferio occidental pueden interpretar el nuevo foco geográfico de Washington como una señal de mayor autonomía en sus propias regiones, generando posibles divisiones entre ellos, una estrategia que algunos han denominado “Kissinger invertida”.
Aunque muchos interpretan esta Estrategia de Seguridad Nacional como señal de una renovada relevancia de América Latina, en todos los casos históricos en que Estados Unidos priorizó a la región, una vez el desafío estratégico extrahemisférico fue contenido, la región dejó de presentar una amenaza y perdió su relevancia.
América Latina es hoy crecientemente irrelevante en términos demográficos, económicos y estratégicos, dada su lejanía de eventuales escenarios de conflictos entre grandes potencias. Aunque en algunos aspectos –como su tamaño económico– supere a África, es posible que incluso este continente posea mayor centralidad estratégica para Washington por su cercanía a escenarios críticos, su crecimiento poblacional y la concentración de minerales estratégicos.
La relevancia que América Latina conserva es lo que, con Andrés Malamud, denominamos “relevancia como problema”: produce flujos migratorios y es incapaz de monopolizar la violencia que acaba en manos de actores políticos no–estatales, principal brecha que facilita el ingreso de amenazas extrahemisféricas. Mitigados estos problemas (no necesariamente resueltos, sino controlados) y contenidas las intromisiones externas, la atención se disipará nuevamente y la irrelevancia estructural de la región la sumirá en el olvido estratégico.
La sabiduría convencional sostiene que la “relevancia como problema” es perjudicial y reduce la autonomía estratégica. Roberto Russell y Fabián Calle señalan que, cuando la región se vuelve una “periferia turbulenta”, el mayor interés de Washington suele venir acompañado de intervencionismo y exigencias que restringen los márgenes de maniobra de los países de la región.
Sin embargo, la atención también puede ser beneficiosa si se aprovecha estratégicamente. Un alineamiento activo que maximice las zanahorias y minimice los palos puede generar ganancias: por ejemplo, el despegue industrial y militar de Brasil –que le permitió superar a la Argentina y consolidarse como potencia sudamericana– fue posible entre otras cosas gracias a su alineamiento con los Estados Unidos durante la ventana de oportunidad abierta durante la Segunda Guerra Mundial que redundó en inversiones estadounidenses en la siderurgia y transferencias de armamento moderno de los que Argentina quedó marginada.
Es posible que estemos ante una coyuntura crítica similar, en la que los países que se alineen con habilidad obtengan algunos beneficios duraderos. La historia, sin embargo, sugiere que este foco en América Latina, en caso de ser genuino, será transitorio.
El autor es profesor asociado del University College London