En agosto de 1949, cuando el presidente Harry S. Truman promulgó la ley de creación del Departamento de Defensa sobre los restos del Departamento de Guerra, Joseph Stalin estaba a apenas 16 días de demostrar que los soviéticos podían detonar un arma nuclear, y Mao Tse-Tung estaba a menos de dos meses de formalizar la creación de la República Popular China.
Era una época aterradora para los norteamericanos, y el nuevo nombre de aquel ministerio pretendía reflejar una era donde se hizo crucial la disuasión: si estallaba una guerra entre superpotencias, podía ser el fin del planeta. Durante las décadas siguientes, el mundo estuvo en vilo y las chances de evitar un intercambio nuclear o una guerra entre superpotencias parecían mínimas. Por eso, para muchos historiadores, el mayor logro de la Guerra Fría fue precisamente ese, haber mantenido los ánimos medianamente fríos, a pesar de las guerras de Corea y Vietnam, de la crisis de misiles con Cuba y la subsecuente carrera armamentista.
Por todas esas razones, el decreto firmado este viernes por el presidente Donald Trump reponiendo el antiguo nombre del Pentágono –Departamento de Guerra–, es mucho más que un simple retroceso o un endurecimiento discursivo. Hoy que la disuasión es más crucial que nunca –en el ciberespacio, el espacio exterior y en un mundo donde Rusia y China celebran una alianza incómoda para desafiar la preeminencia global de Estados Unidos–, Trump argumenta que la respuesta es volver a los viejos tiempos.
“A todos nos gusta la increíble historia de victorias de cuando se llamaba Departamento de Guerra”, declaró Trump a la prensa hace dos semanas. “Y después lo cambiamos y le pusimos Departamento de Defensa”.
Para quienes están al tanto de la topadora que pasó por encima de las instituciones de seguridad nacional de Estados Unidos durante los últimos siete meses, el decreto del presidente no será ninguna sorpresa. “En cierto modo, tiene todo el sentido del mundo: este gobierno simplemente nos está retrotrayendo a la era pre-Truman”, dice Douglas Lute, exembajador de Estados Unidos ante la OTAN y oficial de carrera del Ejército que desempeñó un rol clave en el Consejo de Seguridad Nacional durante los gobiernos de Bush y Obama. “Arrasaron con todos los procesos, las instituciones y las normas que se establecieron tras la Segunda Guerra Mundial”.
“Más sustancial que el cambio de nombre es lo que han hecho”, agrega Lute, y menciona que los países aliados hoy dudan de si Estados Unidos saldrá en su defensa y desconfían de las maniobras de Trump en sus relaciones con Rusia. “Una vez erosionada la confianza que cementa la estructura de la alianza, el precio a pagar por recuperarla será muy alto, suponiendo que sea posible”.
No quedan dudas de que en los últimos meses Trump ha mostrado menos interés en la disuasión que en invertir en nuevo armamento. Desmanteló amplios sectores de la Agencia de Ciberseguridad y Seguridad de las Infraestructuras (CISA), que depende del Departamento de Seguridad Nacional, porque su misión de defensa contra ciberataques nacionales y extranjeros incluía garantizar la seguridad del sistema electoral de votación. De hecho, hasta le ordenó al Departamento de Justicia que investigue las actuaciones del director de la agencia durante las elecciones de 2020, por haber declarado que habían sido de las más seguras de la historia, contra la insistencia de Trump de que estaba amañada para que resultara electo Joe Biden.
Como parte de una amplia purga de oficiales militares apolíticos nombrados durante la era Biden, Trump también despidió al general de cuatro estrellas que dirigía tanto la CIA como el Comando Cibernético de Estados Unidos. En la cúpula de las Fuerza Armadas la moral está por el suelo, y se preguntan si vale la pena aspirar a puestos de alto mando para que después alcance con la declaración de un influencer del movimiento MAGA diciendo que son miembros secretos del llamado “Estado profundo” para poner fin a una carrera militar de tres décadas.
La única gran inversión de Trump en defensa es la Cúpula Dorada, su plan para construir un escudo antimisiles de costa a costa. Pero para los adversarios de Estados Unidos, ese sistema de armas espaciales es tan parecido a una defensa como a un ataque.
En cuanto al cambio de nombre de la cartera, nadie más entusiasmado que el propio secretario de Defensa, Pete Hegseth. Con la firma del decreto, Hegseth pasó a ser secretario de Guerra –el presidente ya lo había llamado así en público–, y se sumó así a una larga lista que arranca con Henry Knox, de quien recibe su nombre Fort Knox.
“La Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial no las ganamos con un Departamento de Defensa: las ganamos con un Departamento de Guerra”, declaró Hegseth el miércoles a Fox News. “Como ha dicho el presidente, no somos solo defensa: somos la ofensiva”.
“Creemos que las palabras, los nombres y los títulos importan”, concluyó. Y es evidente que le importan: Hegseth habla repetidamente de recuperar la “letalidad” y la “ética guerrera” del Ejército norteamericano.
Pero las palabras también les importan a los otros países, sean aliados o adversarios. Y el cambio de nombre encaja perfectamente con la narrativa sobre Estados Unidos que propagan Rusia y China.
Según ellos, todo el blablablá de Estados Unidos sobre su función de pacificador internacional respetuoso de la ley es una excusa muy pobre para un país que en realidad lo único que quiere es atacar todo objetivo que considere una amenaza. Para reforzar sus argumentos, los comentaristas rusos y chinos, controlados por el Estado, mencionan las decisiones unilaterales de Trump de atacar instalaciones nucleares de Irán en junio, o de hundir un barco de carga con presuntos narcotraficantes frente a las costas de Venezuela, donde murieron 11 personas.
“Es una decisión retrógrada y funcional al discurso de China en su implacable lucha con Estados Unidos por la influencia global”, apunta Nicholas Burns, diplomático de carrera y exembajador de Estados Unidos en China y ante la OTAN. “Ahora, injustamente Pekín lo exhibirá como prueba de que Estados Unidos es una amenaza para el orden internacional y de que China es la defensora de la paz”.
Trump y Hegseth también podrían estar regalándole una oportunidad similar a Vladimir Putin, el presidente ruso. Mucho antes de invadir Ucrania en 2022, Putin ya insistía en que la razón fundamental de su determinación de restaurar algunas de las antiguas fronteras del Imperio Ruso tenía que ver con el impulso liderado por Estados Unidos en la década de 1990 para expandir la OTAN hasta las fronteras de Rusia. La respuesta de Occidente siempre fue que la presencia de la OTAN era enteramente defensiva.
Pero Estados Unidos desmiente esa explicación al insistir en que está cansado de jugar a la defensiva, como vienen repitiendo el presidente y el secretario de Defensa (ahora de Guerra) en las últimas semanas. Para ellos, el restablecimiento del Departamento de Guerra anuncia la llegada de un nuevo sheriff que tiene una nueva forma de abordar el uso de la fuerza.
En cierto sentido, lo que Trump y Hegseth están haciendo es poco más que un “rediseño de marca”, un concepto que el presidente conoce bien, ya que renombró proyectos inmobiliarios con la esperanza de que, al sonar mejor, se vendieran más. Pero en otro nivel, rebautizar a la fuerza militar más poderosa del mundo –el presupuesto de “guerra” norteamericano es de un billón de dólares, y casi triplica el de China– será visto como parte integral de la revolución de Trump. Y en ese mundo imaginado por Trump, el poder blando de Estados Unidos es relegado y lo que se celebra es el poder duro.
(Traducción de Jaime Arrambide)