La agroindustria argentina es central para el desarrollo económico del país y desempeña un rol fundamental en la alimentación global. Aporta más del 18% al Producto Bruto Interno (PIB) y el 60% de las exportaciones nacionales de bienes, según datos de Indec. Más allá de su función como generador de divisas, el sector tiene efectos multiplicadores sobre la economía: impulsa empleo directo e indirecto —generando más de 2,6 millones de puestos de trabajo, equivalentes al 19% del total registrado—, fomenta la inversión productiva y tecnológica, contribuye al desarrollo de conocimiento, mejora la gestión sostenible de los suelos y estimula la infraestructura logística y de servicios. Tiene, además, la capacidad para potenciar el desarrollo urbano y estructurar el territorio nacional, en particular en las zonas intermedias más vulnerables donde reside entre el 23% y el 25% de la población nacional, situadas entre 38 y 93 kilómetros de las principales ciudades.
A pesar de su relevancia, en las últimas cuatro décadas la agroindustria argentina creció por debajo de su potencial. La principal causa del rezago es la calidad, consistencia y orientación de las políticas económicas y productivas que lo atravesaron. El campo operó bajo un péndulo constante: de la apertura y liberalización de mercados a etapas de fuertes restricciones, retenciones y controles internos que distorsionaron precios y desincentivaron la inversión.
En la década de los ‘90, la Argentina empezó con la liberalización comercial y profundizó las relaciones con el resto del mundo vía Mercosur y el ingreso al Acuerdo de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1994, lo que abrió una ventana de mayor inserción internacional. Este impulso fue seguido por un viraje hacia un régimen más restrictivo: impuestos y cuotas a la exportación, aranceles a las importaciones y controles de precios internos que profundizaron las distorsiones. Desde principios de los 2000, las intervenciones de precios y de mercados alteraron los incentivos productivos, relegando las producciones locales y frenando el desarrollo de la industrialización de granos, carnes y lácteos. Así, el agro argentino adoptó una lógica defensiva que para 2011 -con la instauración del cepo cambiario y retenciones con alícuotas elevadas- terminaron de consolidar la estrategia de bajo riesgo enfocada en preservar la actividad más que en expandirla.
¿Qué hizo Brasil mientras la Argentina alternaba entre aperturas y restricciones? Consolidó una estrategia de desarrollo agroindustrial integrada. El paquete de medidas estuvo sostenido por una política sectorial que combinó inversión en infraestructura, asistencia técnica y acceso al crédito, con programas como el Plano Safra —con financiamiento subsidiado para productores de todas las escalas—, el Pronaf —dirigido a la agricultura familiar— y el Moderfrota —que facilitó la modernización tecnológica mediante créditos para maquinaria— que le ofrecieron un marco estable para que los productores incorporaran innovación productiva.
Como resultado, Brasil multiplicó su producción y el área destinada a la cosecha, consolidándose como uno de los principales exportadores de agroalimentos en el mundo. Además, impulsó el crecimiento de ciudades intermedias, que se transformaron en nodos de dinamismo económico y social, fortaleciendo el vínculo entre el campo y los centros urbanos. No obstante, este proceso mostró debilidades: la urbanización se desarrolló de manera dispersa y sin planificación territorial de largo plazo, y la expansión agrícola avanzó desordenadamente sobre ecosistemas estratégicos como el Cerrado, que perdió cerca del 20 % de su cobertura original entre 2000 y 2014, principalmente por la expansión de la soja.
La Argentina, por el contrario, quedó relativamente rezagada en los dos frentes: producción y superficie cosechada. En 1984, ambos países producían cantidades similares de granos; hoy Brasil supera ampliamente la producción de granos de la Argentina, con brechas que se fueron acrecentando con el pasar de las décadas.
La Argentina es uno de los pocos países en el mundo donde el apoyo al agro es negativo. En 2023, el país se ubicó último en el ranking internacional de apoyo al sector, según estimaciones del BID y la OCDE. A su vez, mientras que 37 de 40 actividades económicas en Argentina registraron un apoyo efectivo positivo para su desarrollo, el sector agropecuario y la industria de alimentos y bebidas soportaron una protección negativa debido a los derechos de exportación sobre el valor agregado sectorial. De eliminarse estas distorsiones en el esquema de políticas públicas, en la próxima década el agro argentino podría recuperar el protagonismo económico que históricamente tuvo como motor de crecimiento y generador de divisas.
La actual corrección de distorsiones macroeconómicas junto con el dinamismo exportador del sector abren una nueva oportunidad para abandonar la lógica defensiva de “producir lo mismo con menos” y avanzar hacia una estrategia ofensiva de “producir más con más”: más productividad, más inversión y más articulación público-privada. La Argentina debe tomar aprendizajes del modelo brasileño —adaptando sus aciertos y evitando sus debilidades— y alinear políticas macro que favorezcan la inversión con políticas micro que potencien la productividad y promuevan infraestructura y conectividad en territorios vulnerables. Aprovechar esta oportunidad no implica comenzar de cero, sino capitalizar las capacidades ya instaladas y remover las trabas que han limitado al sector, de modo que el agro argentino despliegue plenamente su rol estratégico en el crecimiento económico y el bienestar social.
Los autores son investigador asociado de Desarrollo Económico y directora de Desarrollo Social del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), respectivamente. Colaboraron: Rocío Navaridas –coordinadora de Desarrollo Económico de Cippec, junto a Dalila Gómez y Ada Luz Cabrera, analistas de Desarrollo Económico de Cippec