Por casi cuatro siglos, el mundo se entendió a sí mismo a través de un mapa. Líneas que delimitaban Estados, banderas que simbolizaban soberanías, embajadas que hablaban en nombre de gobiernos. Todo eso –la arquitectura del sistema nacido en 1648 con la Paz de Westfalia– se pensó eterno. Pero ese mapa se está desdibujando. Las guerras, las tecnologías y las redes globales están derrumbando los muros que separaban lo nacional de lo internacional. Y el viejo orden westfaliano, basado en la soberanía y la no intervención, parece agotarse ante nuestros ojos.
La Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa y consagró un principio revolucionario: cada Estado manda dentro de sus fronteras y nadie tiene derecho a intervenir en ellas. Fue el fin de las cruzadas religiosas y del poder político del Papa, y el inicio del Estado moderno.
Ese principio –la soberanía– organizó el mundo moderno y sirvió de base al derecho internacional, la diplomacia y la política exterior. “Westfalia nos dio el manual de instrucciones del orden mundial”, escribió hace unos años el politólogo británico Hedley Bull. Pero ese manual, observa hoy el European Council on Foreign Relations (ECFR), “ya no sirve para gobernar un mundo en el que las fronteras son permeables y los conflictos, simultáneamente locales y globales”.
Ucrania es el ejemplo más evidente del derrumbe de ese orden. Cuando Rusia invadió en 2022, violó de manera frontal la idea de soberanía que Westfalia consagró. Pero las reacciones occidentales también la tensionaron: las sanciones financieras, los bloqueos tecnológicos y el envío de armas más allá de las fronteras ucranianas abrieron un nuevo capítulo. El Royal United Services Institute (RUSI) lo definió así: “la guerra de Ucrania marca el retorno de la fuerza como instrumento legítimo de política exterior”.
A su modo, todos los actores reinterpretan la soberanía. Para Moscú, explica Fyodor Lukyanov, director del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia, se trata de “una muralla defensiva contra el intervencionismo occidental”. Para China, según el Instituto de Estudios Internacionales de Shanghái, la soberanía significa el derecho a la unidad y la estabilidad interna, incluso por encima de las libertades individuales.
Occidente, por su parte, sostiene una noción cada vez más condicional: los Estados son soberanos, pero esa soberanía puede suspenderse ante violaciones masivas de derechos humanos. Desde Kosovo hasta Gaza, esa “responsabilidad de proteger” (R2P) reescribió el principio fundacional de la no intervención.
La consecuencia es clara: ya no hay un consenso sobre qué significa ser soberano.
El otro golpe al sistema westfaliano proviene del poder sin fronteras. En un mundo interconectado, la fuerza ya no se ejerce solo con Ejércitos. Las sanciones económicas, el control de datos y las redes financieras sustituyen a los cañones.
El Carnegie Endowment for International Peace define este fenómeno como “interdependencia coercitiva”: la capacidad de usar la dependencia global como arma. Cuando Estados Unidos bloquea el acceso de un país a la tecnología de semiconductores o a la red SWIFT, está ejerciendo poder soberano fuera de su territorio. En el nuevo orden, quien domina los sistemas globales –de pagos, energía o información– impone su ley más allá de las fronteras.
Así, la soberanía se vuelve relativa: depende de quién controla los circuitos invisibles del mundo digital y financiero. El mapa político ya no se entiende solo por territorios, sino por redes.
El sistema westfaliano se construyó sobre la premisa de que los Estados eran los únicos actores legítimos de la política internacional. Pero esa idea quedó atrás. Hoy, empresas tecnológicas como Google, Meta o X (antes Twitter) administran espacios que superan la autoridad de los gobiernos. Una decisión sobre qué contenidos se censuran o qué información circula puede tener consecuencias electorales, sociales o incluso militares.
El Korea Institute for International Economic Policy advierte que “la soberanía digital será la competencia estratégica central del siglo XXI”. Los Estados, acostumbrados a controlar su territorio físico, descubren que su soberanía puede evaporarse en la nube.
La inteligencia artificial (IA), además, multiplica esa vulnerabilidad. Un algoritmo que modifica percepciones o un ataque cibernético desde otro continente no violan fronteras físicas, pero sí soberanías políticas. El poder ya no está en el territorio, sino en los datos.
El sistema westfaliano también se sostenía en instituciones que aseguraban el equilibrio: la ONU, su Consejo de Seguridad, las Embajadas. Pero esos mecanismos están en crisis. Los vetos cruzados en el Consejo de Seguridad paralizan toda resolución importante; las guerras se libran sin declaración formal, y los tratados internacionales pierden peso frente a las decisiones unilaterales de los más poderosos.
“El Consejo de Seguridad se ha convertido en una reliquia del siglo XX”, resume Richard Haass, expresidente del Council on Foreign Relations. “El mundo de hoy es post–westfaliano porque el poder se ha dispersado demasiado para que los Estados lo monopolicen”.
Mientras tanto, potencias emergentes como India, Brasil o Turquía, reclaman un lugar en la mesa que, según ellos, reflejaría mejor el mundo actual. El problema es que reformar el sistema implica dinamitar el mismo principio de igualdad soberana que lo fundó.
Algunos analistas prefieren no hablar de un mundo “post–westfaliano”, sino “neo–westfaliano”. El Asia Global Institute de Hong Kong propone este concepto para describir un orden donde la soberanía sigue existiendo, pero distribuida en niveles: territorial, tecnológico, financiero y digital.
Rusia defiende su soberanía por medio del control militar regional; China la proyecta a través de su red económica y tecnológica; Estados Unidos la ejerce con sanciones y dominio financiero. Ninguno de los tres quiere abolir Westfalia, sino redefinirlo a su favor.
El resultado es una multipolaridad sin reglas claras: cada potencia aplica un principio distinto de soberanía y un concepto propio de legitimidad. No es el fin del Estado, pero sí del consenso sobre lo que el Estado significa.
Lo más inquietante es que no hay un sustituto a la vista para el viejo sistema. La soberanía sigue siendo el lenguaje de la diplomacia y el escudo legal de las Naciones Unidas. Sin ella, no hay responsabilidad, ni fronteras, ni derecho internacional. Pero en la práctica, ningún Estado puede hoy protegerse por completo del poder que circula fuera de su territorio.
El think tank alemán SWP (Stiftung Wissenschaft und Politik) lo resume con precisión: “Westfalia no ha muerto, pero ya no gobierna solo el mundo”. La soberanía persiste, pero fragmentada entre Estados, corporaciones y algoritmos.
El mapa ya no delimita el poder; apenas lo sugiere. En un planeta hiperconectado, el orden internacional se parece menos a una cartografía de fronteras y más a una red de circuitos interdependientes. El reto, como admiten incluso los más realistas, no será destruir el sistema westfaliano, sino reinventarlo antes de que colapse por sí mismo.
La alternativa post-westfaliana: la mirada rusa y china sobre la soberanía que quieren imponer
En los salones diplomáticos de Pekín y Moscú se repite una palabra que en Occidente provoca incomodidad: multipolaridad. Bajo esa noción, tanto China como Rusia promueven un mundo que ya no gire en torno al sistema westfaliano clásico –el de Estados soberanos, iguales ante el derecho internacional y contenidos por normas universales–, sino hacia un orden “post–liberal”, donde la soberanía se redefine según la fuerza, la historia y la civilización.
Lo que Occidente llama “crisis del sistema de Westfalia”, para estas potencias es una oportunidad de reemplazarlo.
La idea central de este nuevo orden no es destruir el principio de soberanía, sino reinterpretarlo fuera del molde occidental. Desde la mirada rusa y china, la globalización de los últimos treinta años erosionó no solo la soberanía de los Estados, sino también su identidad cultural.
El académico chino Yan Xuetong, de la Universidad de Tsinghua, lo resume en su ensayo Leadership and the Rise of Great Powers (El liderazgo y el ascenso de las grandes potencias): “El sistema internacional occidental impuso un tipo de universalismo moral que ya no es aceptado. El futuro no será un mundo sin soberanía, sino un mundo con soberanías diferentes”.
Pekín sostiene que el orden global debe basarse en un principio de “soberanía civilizatoria”: cada civilización tiene derecho a gobernarse de acuerdo con sus propias tradiciones, valores e instituciones. En esta lógica, los derechos humanos, la democracia liberal o la transparencia no son normas universales, sino expresiones culturales occidentales.
El Instituto de Estudios Internacionales de Shanghái (SIIS) señala en su documento Post–Westphalian Order and Chinese Values (2024) que “la soberanía moderna debe incluir no solo el control territorial, sino la protección de la cultura y el sistema político de cada nación frente a la homogeneización global”.
Esta visión transforma el principio westfaliano. Ya no se trata solo de evitar la intervención extranjera, sino de legitimar la autonomía moral y política de los Estados frente a las presiones de Occidente.
El presidente chino Xi Jinping ha convertido este argumento en una doctrina. En marzo de 2023, en un discurso ante la Asamblea Popular Nacional, Xi habló de “la modernización al estilo chino”, basada en “una civilización de 5000 años y no en modelos importados”. En la diplomacia, esa idea se traduce en la llamada Iniciativa para la Civilización Global, presentada en 2023, que propone sustituir la noción de “valores universales” por la de “valores compartidos”, definidos por cada país.
En la práctica, esto significa un orden internacional sin jerarquía moral, donde la legitimidad no proviene del respeto a normas comunes, sino del reconocimiento mutuo entre civilizaciones.
El think tank chino CICIR (China Institutes of Contemporary International Relations) lo expresa con claridad: “Occidente utiliza la soberanía para mantener su dominio y juzgar a otros. China propone un sistema donde la soberanía se define por el consenso cultural y no por la imposición ideológica”.
Bajo este prisma, el futuro post–westfaliano sería un orden de coexistencia entre modelos, no de convergencia. Un mundo de múltiples centros normativos –Washington, Pekín, Moscú, Nueva Delhi, incluso Europa– que aceptan su diferencia como fundamento del equilibrio.
Para Rusia, en cambio, el concepto de soberanía tiene un tono más defensivo y existencial. Desde la expansión de la OTAN en los años noventa, Moscú concibe la soberanía no como un principio jurídico, sino como una condición de supervivencia geopolítica.
El ideólogo ruso Sergey Karaganov, exdecano de la Escuela Superior de Economía de Moscú, sostiene que “el sistema westfaliano murió cuando Occidente convirtió el derecho internacional en un instrumento de intervención”. En su visión, la soberanía auténtica implica tener la capacidad de desobedecer las normas impuestas por otros.
El Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia (SVOP), un think tank cercano al Kremlin, argumenta en su informe de 2023 The World After Westphalia (El mundo después de Westfalia) que el nuevo orden debe basarse en “esferas de soberanía regional”. En ellas, cada potencia tendría un espacio de influencia donde sus valores, su sistema político y sus intereses serán respetados como norma local.
Así, la idea rusa del post–westfalianismo se parece más a una repartición del mundo en zonas de control que a una comunidad internacional cooperativa. Ucrania, el Cáucaso y Asia Central serían el perímetro soberano de Rusia; el Indo–Pacífico, el de China; y América, el de Estados Unidos. Nada se dice sobre Europa, pero aquí vale recordar las apetencias históricas rusas, refrescadas por Vladimir Putin en los últimos tiempos: la influencia rusa debería abarcar desde el Mediterráneo europeo hasta los confines de la Siberia contigua a China. La igualdad jurídica entre los Estados desaparece: lo que define la soberanía es la capacidad de defenderla.
En los foros internacionales, tanto Pekín como Moscú presentan este modelo como una alternativa al hegemonismo occidental. Hablan de “multipolaridad” y “equilibrio civilizatorio”, pero en realidad proponen un sistema de coexistencia de imperios regionales.
El Russian International Affairs Council (RIAC) lo plantea sin eufemismos: “El orden mundial del siglo XXI no será regido por normas globales, sino por acuerdos entre polos de poder. La soberanía se medirá por la capacidad de negociar desde una posición de fuerza”.
Esta lógica choca con la tradición liberal del derecho internacional, que busca reglas comunes. En el modelo ruso–chino, la legalidad es contextual; cada bloque define sus normas, y la ONU se convierte en un espacio de reconocimiento simbólico, no de arbitraje real.
Curiosamente, frente a esta deriva, Occidente está revalorizando la noción clásica de soberanía que antes criticaba. Tras décadas de intervenciones humanitarias y globalización sin límites, Europa y Estados Unidos redescubren la necesidad de proteger su territorio, su industria y su identidad política.
El Chatham House de Londres observa que “Occidente se enfrenta a su propia paradoja: debe defender el orden basado en reglas apelando a la misma noción de soberanía que consideraba superada”. La autonomía estratégica europea, el control tecnológico y el proteccionismo industrial son manifestaciones de ese retorno.
No obstante y respecto de esto último, hay que hacer mención a que en los primeros días de diciembre 2025, la nueva administración de Donald Trump ha dado a conocer el documento Estrategia de Seguridad Nacional, que aparentemente estaría apalancado en las ideas del vicepresidente JD Vance, en sintonía con el líder del UKR (Reforma del Reino Unido) Nigel Farage, y también con las de Víctor Orban, el líder y actual Primer Ministro húngaro, en el cual Estados Unidos parece tomar una clara diferenciación de los criterios estratégicos estadounidenses respecto de los europeos, acusando a Europa de “mala administración de los recursos económicos, mala utilización y modernización de las tecnologías de punta” y, en particular, sobre la “debilidad de las políticas migratorias implementadas de los últimos 15 años”, lo que ha llevado a afirmar en ese documento que Europa podría verse enfrentada a un “declive civilizacional profundo” en los próximos 20 o 30 años.
Independientemente de este nuevo y crítico documento estadounidense, en cierto modo, mientras Rusia y China avanzan hacia un post–westfalianismo multipolar, la inmensa mayoría de Occidente continua intentando refugiarse en un neo–westfalianismo defensivo, que intenta preservar las instituciones internacionales existentes como último bastión de estabilidad.
La pregunta, sin embargo, sigue abierta: ¿puede existir un orden global sin una noción común de soberanía?
El Asia Global Institute de Hong Kong propone una metáfora: el mundo se asemeja hoy a “una constelación de soberanías”, donde cada estrella tiene su propia gravedad, pero ninguna controla el sistema. Es un orden sin centro, sin jerarquía clara y sin árbitro universal.
Para los estrategas chinos, eso es deseable: la diversidad es sinónimo de equilibrio. Para los rusos, es una forma de impedir que Occidente imponga sus normas. Para la mayoría de los europeos y los estadounidenses, es una pesadilla que amenaza con disolver cualquier marco jurídico común.
El riesgo, advierte el German Marshall Fund, es que el post–westfalianismo termine pareciéndose menos a una coexistencia ordenada y más a un “retorno al siglo XIX, con zonas de influencia, guerras por delegación (proxies) y diplomacia de cañoneras digitales”.
China y Rusia no quieren destruir el concepto de soberanía; quieren apropiárselo. En su visión, el futuro no será un mundo sin Estados, sino un mundo donde los Estados vuelven a ser civilizaciones. La soberanía deja de ser un principio jurídico y se convierte en una expresión cultural e histórica.
Ese es, quizás, el verdadero cambio de época: el paso de la soberanía territorial a la soberanía civilizatoria. Si el sistema westfaliano nació para poner límites al poder, el orden que lo suceda podría justificarlo.
Y en esa transición, el mapa volverá a cambiar. Ya no por fronteras físicas, sino por zonas de influencia, rutas digitales y alianzas culturales. El orden post–westfaliano no es el fin del Estado, sino su metamorfosis.
Durante siglos, la soberanía fue un principio universal. Hoy, se ha convertido en campo de disputa. Mientras Rusia y China promueven un orden post–westfaliano, basado en la “civilización” y las zonas de influencia, Estados Unidos y Europa intentan rescatar los restos del viejo sistema para adaptarlo a una nueva realidad. No se trata de nostalgia diplomática, sino de supervivencia política. En Washington, Bruselas y Berlín, crece la convicción de que el orden internacional liberal no podrá sostenerse sin redibujar sus propias fronteras morales y tecnológicas.
El resultado es un intento inédito de rearmar Westfalia: preservar la soberanía, pero en versión digital, democrática y defensiva.
La guerra en Ucrania y el avance de China en Asia han obligado a Occidente a volver a hablar el lenguaje que había intentado superar. Durante décadas, la globalización diluyó las fronteras entre economía, seguridad y valores. Las intervenciones “humanitarias” –de Irak a Libia– minaron la autoridad del principio de no intervención. Y las crisis financieras y tecnológicas convirtieron la interdependencia en vulnerabilidad.
El politólogo estadounidense Robert Kagan, del Brookings Institution, lo sintetizó en una frase que recorre los pasillos de Washington: “Occidente intentó un mundo post–westfaliano y terminó enfrentándose a potencias que nunca abandonaron Westfalia”.
La invasión rusa a Ucrania fue, en ese sentido, una sacudida ontológica: la constatación de que la fuerza sigue siendo el lenguaje decisivo del sistema internacional. Desde entonces, el discurso occidental ha girado hacia un concepto más realista de soberanía: ya no como barrera contra la intervención, sino como capacidad para resistir la coerción.
Ningún lugar encarna mejor este viraje que Europa. Tras décadas de confiar en la diplomacia y el comercio como garantes de la paz, la Unión Europea (UE) se ha visto forzada a redescubrir el poder. La “autonomía estratégica”, antes un término ambiguo, se ha convertido en doctrina.
El European Council on Foreign Relations (ECFR) define esta transformación como un “realismo soberanista”: Europa busca proteger su soberanía colectiva frente a tres amenazas simultáneas –la agresión rusa, la dependencia tecnológica y la competencia industrial china, a las que ahora se agregan las fuertes críticas de su aliado de los últimos 80 años, los Estados Unidos.
El Instituto Alemán SWP, en su informe Europe’s New Sovereignty Agenda (2024), sostiene que la UE ya no puede “preservar su modelo liberal apelando al multilateralismo clásico”. En su lugar, debe crear “mecanismos de soberanía compartida” en defensa, energía y tecnología.
Esto explica por qué Bruselas habla ahora de “seguridad económica” y no solo de libre comercio. Las sanciones a Moscú, la inversión en defensa común y los controles a la exportación de microchips son expresiones de una soberanía adaptada a la era interdependiente.
En palabras del exalto Representante europeo, el argentino–español Josep Borrell, “Europa ha pasado de pensar en términos de paz perpetua a pensar en términos de supervivencia estratégica”.
Para Washington, la respuesta ha sido más ambiciosa: no solo defender Westfalia, sino reinventarlo bajo un liderazgo compartido.
En la primera administración Trump y más aun en la administración Biden, el repliegue estadounidense había dejado un vacío que China y Rusia aprovecharon para expandir su influencia.
La nueva estrategia, impulsada por la Casa Blanca desde 2025, busca reconstruir la arquitectura de alianzas como núcleo del orden occidental, pero con cambios profundos a todo lo anterior, tal como se ha mencionado en el párrafo sobre la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos.
Una nueva Doctrina Monroe “América para los americanos”, igualmente aislacionista en las Américas, pero con un nuevo corolario firmado por el presidente Donald Trump.
No obstante, la mayor transformación ocurre fuera del campo de batalla. En el siglo XXI, la soberanía ya no se mide solo por el territorio o el Ejército, sino por el control de la información y la tecnología.
La Carnegie Endowment for International Peace advierte que “el orden internacional ya no se define por fronteras geográficas, sino por la arquitectura de las redes digitales y de datos”. En ese sentido, la llamada “soberanía digital” se ha convertido en el eje del nuevo Westfalia occidental.
La UE intenta liderar ese terreno con el Digital Services Act y el AI Act, que buscan imponer normas globales de transparencia y ética en la inteligencia artificial. Washington, por su parte, promueve una “alianza tecnológica de democracias” para competir con los ecosistemas digitales chino y ruso.
En ambos casos, el objetivo es recuperar control sobre los flujos de datos, las cadenas de suministro y los estándares tecnológicos. En palabras del think tank Atlantic Council: “la soberanía del futuro se ejercerá sobre el código, no sobre el territorio”.
Pero ese proceso implica un giro estructural: la globalización que durante décadas sustentó el orden liberal está dando paso a un nuevo regionalismo geopolítico.
La economista Marianne Schneider-Petsinger, del Chatham House, advierte que Occidente “está reconstruyendo su seguridad económica en torno a cadenas de confianza, no de eficiencia”. En otras palabras, el comercio deja de ser universal y se reconfigura entre aliados.
El resultado es un mundo dividido en bloques de soberanía: uno democrático–occidental y otro autoritario–euroasiático. Lejos de superar Westfalia, el planeta parece regresar a una versión tecnificada del equilibrio de poder.
La reconstrucción de Westfalia por parte de Occidente no está exenta de contradicciones. Mientras defiende el derecho internacional frente a Rusia, Estados Unidos mantiene sanciones extraterritoriales que violan, en la práctica, la soberanía de otros Estados. Y la UE, al imponer estándares globales desde Bruselas, actúa muchas veces como árbitro moral del mundo.
El Cato Institute, de tendencia liberal, critica esta doble moral: “Occidente reclama la soberanía cuando se trata de sus intereses, pero la niega cuando otros la ejercen de manera diferente”.
Sin embargo, incluso sus críticos reconocen que el orden alternativo ruso–chino no ofrece un modelo de cooperación universal. La tensión entre ambos sistemas –el soberanismo autoritario y el soberanismo democrático– será, según el Brookings Institution, “la línea de fractura del siglo XXI”.
En última instancia, Occidente no busca restaurar Westfalia tal como fue, sino crear una versión flexible y tecnológica de él: un sistema donde la soberanía se ejerce dentro de redes de confianza y valores compartidos.
El German Marshall Fund lo define como “un Westfalia 2.0”, donde la soberanía sigue existiendo, pero se distribuye entre Estados, corporaciones, alianzas y plataformas. La legitimidad ya no proviene de la mera independencia, sino de la pertenencia a un sistema de normas que garantice previsibilidad y cooperación.
En ese sentido, el mundo avanza hacia una suerte de “equilibrio digital de poder”, en el que cada bloque construye su propio orden interno mientras compite por imponer estándares globales.
Cuatro siglos después de su nacimiento, el sistema de Westfalia vuelve a ser el campo de batalla conceptual del mundo. Para Rusia y China, la soberanía es una forma de resistencia. Para Estados Unidos y Europa, una herramienta de reinvención.
En ambos casos, la globalización ya no es sinónimo de apertura, sino de control. Y si el siglo XVII dio origen al Estado moderno para poner límites a la guerra, el siglo XXI podría dar origen a un nuevo tipo de Estado para poner límites al caos digital.
Como concluye el Atlantic Council: “El orden internacional no se derrumba, se actualiza. Pero cada actualización deja atrás a quienes no tienen el poder para escribir el código”.
El nuevo Westfalia ya no se firma con tratados, sino con algoritmos.