SANTIAGO, Chile.– La explanta de Aceros Chile, hoy cercada y silenciosa en el barrio San Bernardo de esta capital, se levanta como un gigante detenido. Tras los muros oxidados, no hay producción ni planes visibles de reconversión. Desde afuera, la imagen alcanza: una infraestructura pensada para crecer que quedó congelada en el tiempo. La escena funciona como postal de una discusión que volvió al centro del balotaje: no tanto si Chile está “en crisis”, sino por qué, después de años de sobresaltos, la economía no termina de recuperar el pulso que alguna vez la distinguió en la región.
Ese interrogante dejó de ser solo un debate técnico para instalarse en el centro de las preocupaciones ciudadanas. Según encuestas recientes de opinión pública –como las de Cadem y el Centro de Estudios Públicos (CEP)–, la economía aparece de manera consistente como la segunda mayor preocupación de los chilenos, solo detrás de la seguridad. En ese clima de estancamiento percibido y expectativas contenidas, el debate económico llega a las urnas como una definición de rumbo, con dos visiones económicas antagónicas.
José Antonio Kast plantea un programa de sello promercado orientado a provocar un cambio rápido de expectativas. Su eje inicial es un ajuste fiscal significativo en los primeros 18 meses de gobierno, que su equipo cuantifica en el orden de los 6000 millones de dólares, a través de auditorías y eliminación de programas públicos considerados ineficientes o duplicados. El objetivo es equilibrar las cuentas fiscales, frenar el crecimiento del gasto y contener una deuda pública que hoy ronda el 42% del PBI, cerca del umbral de prudencia fiscal. Parte de esos recursos se reorientarían hacia seguridad, control del crimen organizado y fronteras.
En materia tributaria, propone un marco proinversión, con rebaja de la carga efectiva a las empresas –hoy con una tasa corporativa del 27%, por encima del promedio de la OCDE– y reglas estables para reducir la incertidumbre regulatoria. En el mercado laboral, impulsa mayor flexibilidad en contratos y jornadas, especialmente para jóvenes, mujeres y pymes, y rechaza la negociación colectiva ramal, en un contexto de desempleo cercano al 9%.
A la vez, plantea una reducción drástica de la “permisología” para acelerar proyectos de inversión que hoy pueden demorar hasta una década en aprobarse. En ese esquema, minería y energía –sectores que explican más del 50% de las exportaciones y cerca del 12% del PBI– aparecen como los motores inmediatos para romper el ciclo de crecimiento del 2–3% anual.
Para el economista Sergio Urzúa, Kast parte con una ventaja en términos de expectativas: “El mercado está ilusionado con la posibilidad de que llegue a La Moneda”, dice, aunque advierte que el principal escollo será la gobernabilidad, en un Congreso fragmentado que limitará la capacidad de avanzar rápido en reformas.
Jeannette Jara, en cambio, propone un Estado más activo en la economía: no solo como regulador, sino como articulador e incluso inversionista en proyectos estratégicos. Su programa apunta a combinar crecimiento con mayor cohesión social, con un foco explícito en el empleo formal y la mejora de las condiciones laborales. En ese marco, impulsa una negociación colectiva más amplia como herramienta para elevar salarios en una economía donde los ingresos reales han crecido lentamente durante la última década.
El eje social de su propuesta incluye un Ingreso Vital de hasta 750.000 pesos (820 dólares) mensuales para hogares de bajos ingresos, medidas para limitar el uso de la Unidad de Fomento (UF) en servicios esenciales como arriendos, salud y educación, y programas de apoyo a la vivienda, especialmente para jóvenes y sectores medios, en un contexto de fuerte encarecimiento del acceso habitacional. En energía, plantea un Consumo Eléctrico Vital para aliviar el costo de las tarifas en los hogares más vulnerables. El financiamiento de esta agenda, sostiene, se apoyará en reasignación de gasto, mayor eficiencia del Estado y mejoras en la recaudación, con el compromiso de mantener la deuda pública estable.
En el plano productivo, Jara identifica a la minería del cobre y el litio, la energía y la logística como sectores clave para dinamizar el crecimiento. Propone agilizar permisos para destrabar inversiones –un diagnóstico que hoy es transversal–, pero subraya que ello debe hacerse sin rebajar estándares ambientales ni de relación con las comunidades, y con mayor énfasis en valor agregado e industrialización.
Parte de su credibilidad económica, argumenta su entorno, se apoya en su gestión como ministra de Trabajo. Durante su paso por el cargo impulsó y sacó adelante la reducción gradual de la jornada laboral a 40 horas, una de las reformas más relevantes del período; lideró el aumento del salario mínimo, que superó los 500.000 pesos (550 dólares) con subsidios estatales para mitigar el impacto en pymes, y fue pieza central en la aprobación de la reforma previsional, tras años de bloqueo político.
Con ese telón de fondo, la discusión macroeconómica se filtra en la vida cotidiana y convive con un clima social atravesado por cansancio y expectativas contenidas. “Hubo un cambio grande en los últimos años en materia de empleo. A todo mi círculo, que es profesional, le cuesta muchísimo conseguir trabajo, pero es algo que viene desde el gobierno de Piñera”, dice Ana, kinesióloga de 35 años, vestida con un ambo verde, mientras espera un auto de aplicación en las inmediaciones del Centro Comercial Costanera.
Andrés, estudiante de Ingeniería Civil de 20 años, lo sintetiza sin dramatismo: “La economía está bien, pero puede estar mucho mejor”.
Y Sebastián Rojas, mecánico de 26, pone el acento donde hoy se siente más: “Han subido un poco los precios y el sueldo se ha mantenido. Voto por Kast, pero no lo hago con gusto. Hace años se viene votando por el menos malo en Chile”.
Esa percepción encaja con la mirada de varios economistas: Chile llega a la segunda vuelta sin un colapso macroeconómico, pero atrapado en una trayectoria de crecimiento bajo. El país pasó de tasas del 5% o 6% durante largos períodos a expandirse alrededor del 2% en los últimos años, con un mercado laboral que no logra absorber al ritmo de antes y un desempleo que se mantiene alto para los estándares históricos chilenos.
El contraste con el pasado reciente es uno de los puntos más citados. Entre 2004 y 2013, Chile promedió un crecimiento cercano al 4,8% anual y avanzó con fuerza en convergencia hacia economías desarrolladas. En cambio, para la década 2014-2023, el crecimiento promedio ronda el 1,9% anual y la expansión per cápita se vuelve casi nula. La consecuencia, en términos concretos, es una economía con menor capacidad de crear oportunidades: menos empleos netos por año y salarios reales que avanzan más lento.
Ese “cambio de época” aparece con nitidez en la lectura de Urzúa, quien define el empleo como su “evidencia favorita” del estancamiento: un termómetro que marca, con persistencia, que algo no está funcionando. En su interpretación, el problema no es solo estadístico: es social. La promesa de movilidad –educación, título universitario, mejor trabajo– se vuelve más difícil de cumplir cuando el mercado laboral está “árido”, los salarios reales no despegan y el costo de vida (en particular vivienda) presiona a la clase media. Ahí se alimenta una frustración que luego se expresa en política, en rechazo a las élites o en la búsqueda de “golpes de efecto” que prometan un giro.
El economista Joseph Ramos ordena el ciclo reciente en capas: estallido social en 2019, pandemia en 2020, recuperación desigual y un período de crecimiento flojo. Pero insiste en que la raíz es más larga: “no son cuatro años de mediocridad: son diez años bastante mediocres”, con un punto de quiebre que ubica en el segundo gobierno de Michelle Bachelet y el giro del énfasis político desde el crecimiento hacia la equidad. No lo presenta como juicio moral, sino como efectos sobre expectativas: señales percibidas como “antimercado” que enfriaron inversión y dañaron confianza.
En esa misma línea, Ramos subraya un factor que se volvió palabra–clave en todos los programas: la “permisología”. Relata que proyectos grandes –sobre todo mineros– llegaron a demorar siete años y hoy pueden tardar diez, por acumulación de regulaciones y vetos. Aunque valora intentos de bajar tiempos, advierte que incluso “volver” a los plazos de hace una década seguiría siendo “una barbaridad”.
El economista Guillermo Larraín suma otra capa: el límite del modelo productivo basado en recursos naturales. “Los cerros se agotan: cada vez es más caro producir lo mismo”, señala como imagen de rendimientos decrecientes. Con menos “nuevos motores”, la productividad se vuelve la clave, y ahí aparece el principal cuello de botella.
El diagnóstico más repetido, con distintos matices, es que Chile dejó de crecer porque se frenaron las tres fuentes clásicas del crecimiento: trabajo, inversión y productividad. Los datos que circulan en informes y estudios describen una década en la que la productividad total de factores prácticamente no se movió (incluso con retrocesos leves) y la inversión pasó de expandirse a tasas altas a crecer cerca de cero en promedio.
La Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP) sumó este año una advertencia inquietante: si la productividad no mejora, Chile podría tardar décadas en duplicar su ingreso. En ese diagnóstico conviven dos elementos: un sistema de formación que amplió cobertura pero arrastra problemas de calidad y un “aparataje” regulatorio complejo que, sin reformas, mantiene a la economía con crecimiento moderado y poco espacio para un salto.
A esa discusión se suma un dato políticamente sensible: tras el estallido social, un grupo de empresarios y altos patrimonios comenzó a sacar capitales al exterior. La dinámica se prolongó durante los dos procesos constitucionales fallidos y atravesó el gobierno de Gabriel Boric. Según datos tributarios, las inversiones de residentes chilenos en el extranjero crecieron con fuerza desde 2019, alimentando la idea de un “desanclaje” del empresariado local.
La paradoja –y el matiz– es que, al mismo tiempo, la inversión extranjera directa aumentó de manera importante en esos años, lo que sugiere que parte del capital internacional siguió viendo a Chile como un destino razonablemente confiable. En la interpretación de investigaciones citadas por El País, el fenómeno combina prudencia financiera con un componente simbólico: trauma por la violencia, miedo a la polarización y pérdida de sentido de pertenencia al “pacto” de estabilidad construido desde 1990.
En el trasfondo late el peso estructural de la minería. Chile es el principal productor mundial de cobre, que representa cerca de una cuarta parte de la oferta global, y uno de los actores centrales del mercado del litio, donde concentra alrededor del 33% de las reservas mundiales. En 2024, la minería explicó cerca del 12% del PBI y más del 50% de las exportaciones, según datos del Banco Central, Cochilco y la Sociedad Nacional de Minería (Sonami).
Sin embargo, ese peso no ha sido suficiente para reactivar al conjunto de la economía: la producción de cobre ha mostrado altibajos en los últimos años y buena parte de los efectos de las nuevas inversiones –pese a que Cochilco proyecta más de 104.000 millones de dólares en inversión minera para la próxima década– se materializan a mediano y largo plazo, sin impacto inmediato en empleo y crecimiento.
Chile vota, entonces, con una economía que no se desordena, pero no entusiasma. Con números que muestran estabilidad relativa, pero una vida cotidiana en la que el empleo cuesta más, el salario rinde menos y el futuro se volvió más incierto. Los economistas coinciden en el diagnóstico general –crecimiento bajo, inversión débil, productividad estancada– y discrepan en el énfasis: si el problema es más de reglas e incentivos, de estructura productiva, de política social, o de una combinación que se fue acumulando durante una década.
La planta quieta de San Bernardo sintetiza ese dilema: un país que alguna vez corrió rápido, hoy avanza, pero a un ritmo que no alcanza para sostener expectativas. En este balotaje, Chile parece elegir entre dos maneras de intentar volver a crecer, y, sobre todo, de decidir quién paga el costo político de intentarlo en un Congreso fragmentado y en un clima de polarización que sigue condicionando la confianza.