La corrupción es un delito que se define como el uso de propiedad pública para obtener beneficios privados, según los economistas Andrei Schleifer y Robert Vischny.
Reinterpretando al premio Nobel Gary Becker, quien dio origen a la llamada “economía del crimen”, un agente-funcionario público corruptor en colusión con un conjunto de proveedores privados (principales) con quienes se pone de acuerdo realizan este delito si la utilidad obtenida -el botín robado- supera el costo por la magnitud de la pena y la probabilidad de ser atrapado y condenado.
La probabilidad de ser atrapado y condenado, así como la magnitud de la pena, es muy baja en la Argentina. La efectividad de los tribunales argentinos es dudosa. Las causas de corrupción tienen una duración entre 10 y 20 años, según la Asociación Civil para la Igualdad y la Justicia (ACIJ). La inoperancia y cooptación política de parte del sistema judicial argentino incentiva los delitos de corrupción.
Para que exista la corrupción sobre bienes públicos debe existir no solo un agente corruptor, sino un sobornado que actúe en colusión. En el caso particular de la infraestructura son activos específicos cuyo oferente tiene un cartel/oligopolio integrado por un grupo de proveedores reducido, cuanto más específico sea el activo, ya que no cualquiera tiene la posibilidad de ofrecer puentes, rutas, autopistas o puertos. Un oligopolio asegura que si no se pagan los sobornos que solicita el funcionario a cargo del servicio público, se queda fuera del acuerdo, no se podrá hacer la obra o recibir subsidio por operar infraestructura, es decir, se queda afuera del negocio. La colusión entre oferentes genera exclusión del mercado de posibles competidores, elevando los precios para maximizar beneficios conjuntos, a expensas del bienestar de los consumidores y de la eficiencia del mercado.
De esa manera, la infraestructura se construye a un precio y margen de beneficio preventivo mayor que el de mercado para poder incluir la tasa de sobornos que actúa como un impuesto privado que el funcionario se guarda en su bolsillo. Pero ello sucede con cargo al presupuesto público, es decir, a cargo del contribuyente que lo paga vía mayores impuestos, deuda pública o impuesto inflacionario. Dada la regresividad de los impuestos legislados y del impuesto inflacionario, la corrupción termina siendo financiada por los más pobres, la clase media y las pymes.
El caso “Cuadernos” es elocuente, ya que, por primera vez en la Argentina, gracias a la nueva figura del arrepentido, parte de la cúpula empresarial argentina y numerosos empresarios emblemáticos habrían confesado ante la Justicia -por la evidencia de los cruces telefónicos entre agente corruptor y sobornado entre otras pruebas- que habrían pagado sobornos a la estructura estatal montada para su cobro en el Ministerio de Obras Públicas y Transporte entre 2004 y 2015.
De acuerdo a un trabajo difundido en 2018 y luego publicado por el Journal of Financial Crime, Coremberg y Grandes (2020), dado el acuerdo oligopólico, aplicaron los márgenes de sobornos declarados en las confesiones judiciales de los arrepentidos a la ejecución del gasto público desagregado por tipo de inversión y subsidio. Ello incluye no solo Nación, sino también involucraría a Provincias y Municipios, según lo declarado por José López, ex Secretario de Obras Públicas en la Justicia.
El resultado fue que el monto de la corrupción habría sido de aproximadamente US$36.000 millones acumulados en 11 años entre 2004 y 2015. A precios de hoy llega a US$42.500 millones, monto que sería superior a las reservas del Banco Central (BCRA).
Por lo tanto, la corrupción no es solo una cuestión de ética y moral, sino que su magnitud en nuestro país impacta en la decadencia de la economía argentina.
Actualmente, la Argentina dispondría del doble de reservas en el BCRA sin necesidad de endeudarse con el Fondo Monetario Internacional (FMI) como viene sucediendo en las últimas tres gestiones presidenciales. En otros términos, estaría solucionado el problema cambiario y no hubiésemos caído en hiperinflación en 2023.
La corrupción tiene un magno efecto social negativo. El monto estimado equivaldría a 10 años del presupuesto del Ministerio de Salud de la Nación, 8 años de presupuesto anual del Ministerio de Educación Pública de todas las universidades públicas, o a multiplicar por 295 el presupuesto nacional anual asignado al Hospital Garraham.
La corrupción tiene impacto también en la asignación de recursos y en el crecimiento económico. Cuando la corrupción es generalizada y los organismos de control no funcionan y no hay licitaciones competitivas, es muy probable que la infraestructura sea asignada al “amigo” que no necesariamente es el más eficiente: las rutas se encarecen, se hacen mal y, en el extremo, otras directamente no se terminan, generando la pronta necesidad de reinvertir nuevamente. Esto repercute en una menor eficiencia en la provisión de servicios públicos y, mediante los encadenamientos productivos, reduce la competitividad de las empresas que lo utilizan. Así, la productividad de la economía es más baja y, por lo tanto, deteriora el nivel de vida de los argentinos.
El ingreso per cápita de los argentinos entre 2004 y 2015 creció un 0,8% anual, con una eficiencia o productividad total de los factores (PTF) del 0% anual, según la serie ARKLEMS+LAND del Centro de Estudios de la Productividad. ¡Ello quiere decir que un recién nacido en 2004 lograría duplicar su nivel de ingresos recién en 91 años!
Citado por el insigne profesor Alfredo Canavese, el economista Paolo Mauro encontró una correlación negativa entre corrupción y crecimiento económico del 0,5% anual. Si aplicamos la correlación de Mauro, y si no hubiera estado vigente el acuerdo de corrupción que todos conocemos, la Argentina podría haber crecido 1,3% anual entre 2004-2015.
Por virtud, reducir la corrupción generaría un aparentemente modesto aumento de 0% a 0,5% anual la eficiencia vía PTF. En consecuencia, un bebe nacido en 2004, en una sociedad que controla la corrupción, lograría duplicar su ingreso per cápita cuando tuviese 55 años. En una sociedad que no penaliza la corrupción, recién a los 91 años. En fin…
*El autor es profesor de la UBA, Udesa, Ucema y director del Centro de Estudios de la Productividad